Apuntes para la historia de la crítica teatral en México

Rodolfo Obregón - CITRU

Si bien la crítica teatral -entendida en el sentido profesional del término- comienza en México en el siglo XIX, durante los siglos inmediatamente anteriores se produjeron una gran cantidad de crónicas, descripciones y edictos que dan cuenta de la amplísima actividad escénica del virreinato y establecen el primer corpus reflexivo en torno a ésta. Como lo escribe en este mismo espacio el Dr. Miguel Ángel Vásquez, la función que estas primeras aproximaciones a la creación teatral tenían fue la vigilancia y consecuente aplicación de la censura y el control gubernamental. [1] Una función que uno podría creer desaparecida desde tiempos remotos, pero que prolongó sus efectos hasta la segunda mitad del siglo XX, donde, para citar un ejemplo paradigmático, un cronista y apasionado estudioso del teatro como Armando de Maria y Campos compartía sus oficios periodísticos con los del documentado censor que otorgaba argumentos a la oficina de espectáculos de la entonces Regencia de la ciudad de México, en los cuales sustentar el control de la expresión sobre los escenarios.

Ese sentido autoritario de la crítica, que tanto ha afectado su recepción y hasta el día de hoy tanto afecta su aprecio, habría de verse intensificado inmediatamente con la idea de ésta como preceptiva, es decir, de la crítica como garante del respeto a unas pretendidas normas inmutables del arte y como atenta observadora de sus posibles desviaciones.

Esa fue sin duda la idea rectora de una crítica cuyo génesis en nuestro país, como en tantos otros, está ligado a la aparición y desarrollo de la prensa en el siglo XIX; un siglo en el que, bien se sabe, el teatro es el espacio por antonomasia para todo tipo de espectáculos y de reunión social por excelencia. La arquitectura teatral, que identifica a las ciudades “civilizadas” (como demuestra el proyecto porfiriano del centenario de la Independencia de México) y se erige como emblema de su vida pública, da cabida a una enorme variedad de actividades: teatro como tribuna política, espacio de información, simbólico espejo de la estratificación social, lugar de divulgación de novedades técnicas y científicas (entre ellas, las primeras “vistas” cinematográficas), trampolín de las modas, etcétera.

Es en esta etapa que aparece en México el primer periódico especializado en espectáculos: El apuntador (1840), primero también –a decir de Antonio Magaña Esquivel- de toda la América Latina. Y con él, la crítica adquiere una nueva función que tampoco ha desaparecido del todo o se ha trasladado a la mirada frente a otros medios: la reseña de consumo, que anticipa, describe y prolonga el hecho espectacular y exalta el protagonismo de aquellos que lo realizan.

Para fortuna de quienes nos asomamos a ella desde el balcón de la historia, esta crítica primigenia tampoco pudo rehuir su dimensión de crónica social en un teatro –no lo olvidemos- que habría de ver la transición de los sistemas de iluminación (de la lámpara de aceite a la de gas y de ahí a la eléctrica) y con ello, ya en pleno siglo XX, la posibilidad de oscurecer totalmente la sala para concentrar la mirada de forma exclusiva sobre el escenario. Así lo plantea Fidel al referirse a la estructura del Teatro Nuevo México, en cuya sala o galería

Sin el punto de apoyo en el morrillo, como en el Teatro Principal, y sin el recurso del anónimo en esos nidos que apellidan ventilas, se presenta en pie y de cuerpo presente el espectador, con despreocupación democrática, y el chal, y el rebozo, y el jorongo, y el plateau, suelen ofrecer un destello de igualdad republicana. [2]

Es en ese contexto que un grupo de importantes hombres de letras comienzan a ejercer el comentario de aquello que sucede en los principales teatros de la ciudad de México: Manuel Peredo, Enrique de Olavarría y Ferrari, Luis G. Urbina, Amado Nervo, José Martí y, muy destacadamente, Guillermo Prieto (Fidel), Ignacio Manuel Altamirano y Manuel Gutiérrez Nájera (El Duque Job). [3]

Como se ha señalado en múltiples ocasiones, a pesar de su sagacidad y sus grandes oficios literarios, estos fundadores del pensamiento crítico referido al teatro antepusieron siempre los criterios morales a aquellos estrictamente artísticos, malentendido analítico que se extiende hasta nuestros días, particularmente en las publicaciones o los críticos pretendidamente de izquierda que tienden a juzgar las obras por su afinidad o rechazo al contenido ideológico o la postura política de éstas.

Por lo demás, en estos literatos generalmente identificados con lo que hoy llamaríamos “líderes de opinión” y definidos por Héctor Azar como “encendidos en la tribuna, aguerridos en las planas periodísticas y tan relajados en sus butacas ante el can-can… […] de pluma versificante a la menor provocación” [4], se da una de las múltiples paradojas (para ser amables) de nuestro nacionalismo: estos críticos alentaban con gran ahínco el desarrollo de un teatro nacional sustentado férreamente en los modelos extranjeros.

En esa medida, y al abarcar fundamentalmente la actividad de los llamados “Teatros de primer orden” (aquellos que se encontraban, hasta terminar el primer tercio del siglo XX, dentro del trazo urbano establecido por los colonizadores), estos autores se inscriben en el sector de la crítica “oficial” y establecen también las inevitables relaciones de la crítica con las políticas y los poderes públicos, y su función en los procesos de legitimación y hegemonía.

Una excepción la encontramos en Altamirano, quien creó incluso unas figuras dicotómicas representativas de las únicas dos clases sociales a las que se dirige el teatro hasta finales del siglo. Entre las diversiones preferidas de su “Juan Diego”, con el que identifica al espectador de exigencias simples, el cronista distingue agudamente la labor de los títeres de Rosete Aranda y subraya el valor de los teatros populares en la conformación de las grandes literaturas nacionales:

¡Oh mi viejo sabio Mariantonio Lupi, y Swift, y Fielding, y Voltaire, y Addisson, y Goethe, y Byron, y Charles Nodier, y Alfonso Karr y todos los admiradores de estos magníficos y graciosos actores de madera y barro, ¡cómo os encantarías en el ahumado, caliente y estrecho Teatro de América, si vieras los títeres de Leandro Rosete Aranda. [...] Comprendemos bien que los orgullosos, los grandes de la tierra, los sabios se encogerán de hombros ante nuestro amor inocente a este espectáculo… es claro: Non omnes arbusta juvant, humiles que myricoe. Como dijera Virgilio. Pero a nosotros nos encanta este humilde teatrito popular, donde ríe el niño y medita el hombre, donde tomó Milton su inspiración para el Paraíso Perdido, y Goethe vio en acción la leyenda de Fausto. ¿Por qué, pues, avergonzarse de confesar una afición que ha estado glorificada por tan grandes hombres y patrocinada siempre por el pueblo? [5]

El siglo XX, sin embargo, habría de sacudir al teatro y, por consecuencia, a la reflexión en torno de él, con un doble movimiento: por una parte, el desarrollo de nuevos medios de comunicación que poco a poco lo despojaron de sus funciones sociales y de entretenimiento para permitirle exclusivamente ser un arte; por la otra, la irrupción del concepto “puesta en escena” que implicó, entre muchas cosas más, la eclosión de las formas escénicas dirigidas a los múltiples sectores que caracterizan a la nueva sociedad, la ampliación y renovación permanente del repertorio gracias a la interpretación, el énfasis en el lenguaje escénico que modifica la lectura del texto dramático, y una reforma que abarca la ética del artista y las condiciones de producción.

Si el teatro fue mudando paulatinamente hacia una concepción eminentemente artística, la crítica reflejó dicha mudanza y comenzó un proceso inevitable de especialización y acompañamiento de la creación.

[…] si en su cruzada por una reforma ética, los Teatros de Arte fundaron también las escuelas –en el sentido moderno de ellas- para garantizar la existencia de un nuevo actor, con sus revistas buscaron el diálogo con un nuevo y mucho más exigente espectador. [6]

De aquí el título de la revista especializada que el grupo de los Contemporáneos publicó a lo largo de 1930 en su fructífera invención de un teatro, tarea que habría de verse acompañada por la invención de un crítico: Marcial Rojas, pseudónimo bajo el cual las plumas de Xavier Villaurrutia, Celestino Gorostiza, Humberto Rivas, Ricardo de Alcázar y algunos allegados temporales, expresaban su rechazo a las condiciones imperantes del teatro en México y apuntalaban su visión de un teatro por venir.

En El espectador, habrían de aparecer también, junto a los comentarios de Ermilo Abreu Gómez, Critilo o Bernardo Ortiz de Montellano, algunos brillantes apuntes sobre el teatro de personalidades tan definitivas de la cultura mexicana como Alfonso Reyes, José Gorostiza, Samuel Ramos o Jorge Cuesta, que contribuían así a la revaloración de la escena y la literatura creada para ella. Por medio de esa y otras publicaciones (particularmente de Letras de México) y de esa figura crítica, el proyecto cultural de los Contemporáneos hacía extensible al teatro la observación de Villaurrutia según la cual, “con frecuencia los grandes aciertos poéticos son antes aciertos de crítico”. La crítica se entiende a partir de entonces como “declaración de principios” y un espacio para dar a conocer las nuevas ideas, establecer contactos con otros ámbitos geográficos y culturales, afirmar intenciones y perfilar utopías.

El proyecto de agiornamento de los teatros de Ulises y Orientación, así como otros movimientos concurrentes, dan lugar a la aparición de un comentarista de cuerpo entero, Mario Mariscal, cuya escritura refleja ya un esquema crítico moderno; esquema que prevalecerá a todo lo largo del siglo XX y mostrará su anacronismo solamente después de los años sesenta: aquel que distingue al texto de su interpretación escénica y evalúa la dirección y demás elementos escénicos en función de la pérdida o ganancia que esto significa.

Pese a ello, el modelo del cronista que lo mismo se ocupaba del teatro que de las corridas de toros u otras formas de la vida social, continuó funcionando largo tiempo. Es el caso de los cronistas a caballo entre ambas concepciones y ambas mitades del siglo, como Roberto Nuñez “El diablo” y Armando de Maria y Campos. Como en el caso de sus antecesores del diecinueve, sus notas y escritos, de dudoso valor analítico, poseen en cambio un valor descriptivo de enorme utilidad en el registro de la historia.

Por su parte, la crítica como escudriñamiento de las relaciones de un arte con su propia historia, con otros lenguajes y saberes, con su contexto específico, la crítica como ensayística, alcanzó hacia el segundo tercio del siglo una etapa de plenitud que difícilmente se ha repetido más tarde. Fundamental en ese sentido fueron las aportaciones de creadores como Julio Bracho, Celestino Gorostiza y Xavier Villaurrutia y, sobre todo, del gran ensayista del teatro mexicano: Rodolfo Usigli. Con ellos se afirma un primer corpus teórico sobre el teatro en nuestros territorios.

Usigli, siguiendo los pasos literarios del inconmensurable Reyes, ensaya incluso sobre el valor de la crítica en el teatro, a la que considera “el octavo arte”:

La crítica no aplaude ni vitupera: afirma o niega. Ignora, cuando la bajeza de la obra no se alza hasta ella. La crítica es, en realidad, el octavo arte aunque no sea, por desgracia, todo lo que Wilde quiere [es decir, una creación dentro de la creación]. Aquí [en México] ha ocurrido con la crítica lo mismo que con el teatro: se ensaya, se intenta; rara vez se obtiene por completo. [7]

Como en tantos otros campos del saber, el exilio español en México puso también su buena dosis al conocimiento del arte escénico, si bien no dejó de hacer evidente el conflicto entre la mirada y las intenciones de quienes habían forjado su visión del teatro y practicaban ya el análisis crítico en su tierra natal, y un teatro local cuyo proceso emancipatorio de los modelos españoles daba aún sus últimos coletazos. Críticos y escritores como Enrique Díez Canedo (Critilo), Ceferino Avecilla, Ángel de las Bárcenas, Álvaro Arauz, Cipriano Rivas Cheriff y Max Aub se suman al interesante caso de Álvaro Custodio, crítico de cine, director de escena y editor de revistas de teatro. [8]

Pero la plenitud del pensamiento crítico mexicano en torno del teatro habría de darse en la persona de Antonio Magaña-Esquivel, un crítico relacionado voluntariamente con la eclosión del teatro experimental. Junto con Usigli, Magaña-Esquivel es además el gran ensayista de la propia crítica, a la que ve (en coincidencia con Baudelaire) como un hecho inevitable, otro yo que acompaña siempre a la creación. En un magnífico ensayo donde compara estas dos dimensiones indisociables con los bíblicos conceptos de la Creación y El día del juicio, Magaña-Esquivel revierte el lugar común que ubica al crítico como un autor frustrado y justifica la necesidad de la crítica cuando el autor se ha convertido -a su decir- en un crítico frustrado:

Esta frustración del dramaturgo como crítico, mejor aún, como autocrítico, ocurre cuando se produce el cisma en el necesario diálogo entre el propio dramaturgo y su musa: es decir, cuando pierde el sentido de la duda ante su propia obra y carece de la sospecha de que pudo hacerla mejor. Lo ciega la vanidad y el orgullo. Es un típico delito de abuso de confianza, cometido contra el otro hombre que siempre va con uno. Es el pecado que antecede al pecado original […] [9]

Las aseveraciones del ensayista parecen anunciar la profusión de autores y hombres de teatro que desde la mitad del siglo hasta los inicios del XXI han hecho convivir ambas funciones. Críticos-creadores como Luis G. Basurto, Rafael Solana, Wilberto Cantón, Jorge Ibargüengoitia, Carlos Solórzano, Mara Reyes (Marcela del Río), Maruxa Vilalta, Vicente Leñero, Luisa Josefina Hernández, Héctor Mendoza, José Ramón Enríquez, Germán Castillo y Víctor Hugo Rascón Banda, parecerían reconocerse en la concepción anunciada por Solórzano que hace de la escritura analítica una prospectiva:

En ese punto de crisis del idioma, sólo el que ha sabido hallar espontáneamente las palabras en la creación es capaz de recobrarlas en la crítica, para no caer en el peligro de las abreviaciones tajantes o elementales, como el uso frecuente de adjetivos gastados… […] La práctica de la literatura crítica sólo es válida hoy en lo que puede tener de creación, de invención, y sólo en esta medida es capaz de exceder los alcances del objeto criticado. […] De todo esto se deduce que sólo cuando el crítico inventa sin rubor crea una estructura de ideas y de palabras autónomas, pero que son al mismo tiempo testimonio de su tiempo y su lugar. Sólo así también la crítica artística deja de tener esa dimensión parasitaria para darse la libertad de inventar fenómenos, aun antes de que éstos tengan vida tangible y real. [10]

En este contexto, es posible entender la polémica que confrontó al sagaz crítico Jorge Ibargüengoitia con un joven y políticamente correcto Carlos Monsiváis. Polémica sellada por el también dramaturgo al afirmar el derecho del crítico a defender una idea específica del arte: “(yo) respeto mucho más al teatro que a las obras que se montan en él”. Lo cual, dicho sea de paso, no se traduce necesariamente en dogmatismo, como lo muestra el hecho de que las únicas obras que Ibargüengoitia admiraba desde la butaca hayan sido las de Alexandro Jodorowski, completamente a contrapelo de su propia creación.

El posterior abandono de la crítica y del teatro mismo por quien habría de obtener un grandísimo reconocimiento en los terrenos de la narrativa, parece confirmar la opinión de Luis Mario Moncada:

[…] es probable que en cierto momento haya considerado su falta de interés por reproducir un método crítico que comenzaba y terminaba por avalar un estado de cosas dentro del teatro mexicano, y se decidiera a situar las obras en el contexto de arbitrariedad y sin sentido que a su juicio rodeaba la actividad teatral. [11]

Con su habitual laconismo, Ibargüengoitia abandonó crítica y teatro con las siguientes palabras: “Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue broma, es un imbécil.” [12] Palabras que, como en muchas otras cosas, parecen haber influido el enfoque de un Guillermo Sheridan quien, después de haber escrito algún tiempo sobre teatro, buscó también una salida por piernas.

Al tiempo que estos y otros creadores ya mencionados ejercieron la labor reflexiva acerca del teatro, una nueva clase emerge para ligar definitivamente los oficios de la escena con aquellos del periodismo cultural y aun con la literatura ensayística: la de los críticos profesionales como Miguel Guardia, Luis Reyes de la Maza, María Luisa Mendoza, Rafael Solana, Lya Engel, Juan Miguel de Mora, Malkha Rabell, José Antonio Alcaraz, Esther Seligsson, Manuel Capetillo, Bruce Swansey, Fernando de Ita, Olga Harmony, Bruno Bert o Gonzalo Valdés Medellín, que, provenientes de muy diversos ámbitos geográficos o culturales, ejercen la escritura sobre el teatro en los espacios que se multiplican en suplementos culturales y revistas especializadas. Esta profesionalización se refleja incluso en la agrupación de críticos y cronistas de teatro en diversas asociaciones locales e incluso alguna internacional, donde la sección mexicana alcanza una amplia influencia.

La gran cantidad de espacios que estos profesionales llegan a ocupar entre los años sesenta y ochenta del siglo, justo al tiempo que la puesta en escena en México y el mundo alcanza su plenitud y comienza a mostrar los signos de su agotamiento, se ve acompañada por la conciencia de su valor en la escritura de la historia de un arte efímero por naturaleza. Así, esas tres décadas verán también una profusión de publicaciones que recogen y recopilan la labor casi siempre segmentaria de estos comentaristas y sus más destacados antecesores.

Como en todo proceso de profesionalización, el desarrollo de esta nueva clase teatral va acompañado de las ventajas que otorga la especialidad y los vicios y compromisos que la misma engendra. Ante todo, esa dimensión “parasitaria” señalada por Solórzano, así como la falta de distancia –condición sine qua non de todo enfoque crítico- que implica la asimilación por parte del medio y sus rutinas y costumbres.

Por ello, durante este periodo, que lo fue también de plenitud de la corriente experimental del teatro, particularmente de aquella asociada a la vida cultural universitaria, hay que subrayar aquí la presencia de voces excepcionales que se han acercado al análisis y comentario del teatro cuando éste, también de modo excepcional, se ha elevado como lo deseaba Usigli a la altura de la crítica. Son los casos del acompañamiento analítico obtenido por el movimiento de Poesía en Voz Alta (José de la Colina, Juan García Ponce, Jaime García Terrés, entre otros) o por la obra de algunos directores como Julio Castillo (Carlos Monsiváis, Elsa Cross o Tomás Segovia) y Ludwik Margules (Gabriel Said, Fernando Solana Olivares, Juan Villoro, Jesús Silva-Herzog Márquez o José Woldenberg).

En lo que concierne a la última década del XX y los tiempos que corren, se hace evidente la pérdida de espacios periodísticos para el teatro y el intento de los pocos que quedan por reducir a la crítica a una función publicitaria. Por lo demás, los autores que han ocupado (entre los que me cuento) y ocupan los espacios tradicionales, autores como Alegría Martínez, Noé Morales, Luz Emilia Aguilar Zínser, Estela Leñero, Miguel Ángel Quemain, Vera Miralka, parecen insistir en términos generales en esquemas igualmente conservadores, sin registrar el cambio de orientación que el pensamiento contemporáneo y las metodologías académicas han aportado a la crítica de las artes.

Quizás esta renovación pueda darse o esté sucediendo ya en los espacios que se multiplican en el ámbito electrónico (como el que alberga estos apuntes) y donde las antiguas relaciones de poder entre crítica y medios han quedado pulverizadas. Las características de estos nuevos espacios, esencialmente la desaparición de la voz autoritaria, la democratización de las opiniones y la inmediatez de la réplica, así como el desplazamiento de la responsabilidad en la elección de los temas de interés del especialista al grupo social, representan junto con los enfoques interdisciplinarios propios de la investigación actual, un doble y apasionante desafío para aquellos que continúan ejerciendo el noble oficio de pensar el teatro.



Algunas recopilaciones de crítica teatral mexicana

Siglo XIX

  • Altamirano, Ignacio Manuel, Obras completas X, crónicas teatrales, SEP, México, 1988.
  • Gutiérrez Nájera, Manuel, Obras VI/Crónicas y artículos sobre teatro, UNAM, México, 1985.
  • Peredo, Manuel, en México personificado. Un asomo al teatro del siglo XIX (Miguel Ángel Vásquez Meléndez, ensayos y recopilación), CONACULTA-INBA, México, 2013 (en prensa).
  • Prieto, Guillermo, Obras completas X, crónicas de teatro y variedades literarias, CONACULTA, México, 1994.

Siglo XX

  • Alcaraz, José Antonio, Suave teatro: 1984, UAM-Azcapotzalco, México, 1985.
  • ____, Al sonoro rugir del telón, anuario teatral del D.F., 1987, Posada, México, 1988.
  • Avecilla, Ceferino R., El teatro 1943-1945, opiniones, Edición de autor, México, 1946.
  • Harmony, Olga, Ires y venires del teatro en México, CONACULTA, México, 1996.
  • Ibargüengoitia, Jorge, El libro de oro del teatro mexicano, El Milagro/IMSS, México, 1999.
  • Leñero, Estela, Voces de teatro en México a fin de milenio, CONACULTA, México, 2004.
  • Maria y Campos, Armando de, Veintiún años de crónica teatral en México, CONACULTA-INBA, México, 1999.
  • Martínez, Alegría, Así es el teatro, CONACULTA, México, 2005.
  • Mora, Juan Miguel de, Panorama del teatro en México, Editorial Latinoamericana, México, 1970.
  • Nuñez y Domínguez, Roberto, Descorriendo el telón: cuarenta años de teatro en México, Editorial Rollán, Madrid, 1956.
  • Rabell, Malkah, Decenio de teatro 1975-1985, El Día, México, 1986.
  • Reyes de la Maza, Luis, En el nombre de Dios hablo de teatros, UNAM, México, 1984.
  • Seligson, Esther, El teatro, festín efímero (reflexiones y testimonios), UAM, México, 989.
  • ___, Para vivir el teatro, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2008.
  • Solana, Rafael, Crónicas teatrales (1953-1992), Mario Saavedra (compilación) y Jovita Millán (edición) CD Rom, BD1 CITRU-INBA, México, 2004.
  • Solórzano, Carlos, Testimonios teatrales de México, UNAM, México, 1973.
  • Varios, El Espectador (una revista mexicana de 1930), INBA, México, 1969.

*Nota: la editorial Joaquín Mortiz publicó a finales de los años sesenta una recopilación, en 4 tomos, de artículos de crítica teatral de Joaquín Díez Canedo; pero estos corresponden a su apreciación del teatro español.


[1] Al respecto puede verse la formidable recopilación de documentos realizada por Maya Ramos Smith en Censura y teatro novohispano (1539-1822), CONACULTA-INBA/Escenología, México, 1988.

[2] Citado por Leticia Algaba en su prólogo a Guillermo Prieto, Obras completas X, crónicas de teatro y variedades literarias, CONACULTA, México, 1994, p. 15.

[3] Afortunadamente contamos con recopilaciones de las crónicas de casi todos ellos como puede comprobarse en la lista anexa al final de estas notas.

[4] Héctor Azar, “Prólogo”, en Ignacio Manuel Altamirano, Obras completas X, crónicas teatrales, SEP, México, 1988, pp. 10-11.

[5] Citado por Francisca Miranda en su introducción a Empresa Nacional de Autómatas Hermanos Rosete Aranda (1835-1942) CDRom, BD3 CITRU-INBA, México, 2009.

[6] Rodolfo Obregón, “Revistas de teatro”, octubre de 2012, en www.laisladeprospero.blogspot.com, consultado el 23 de febrero de 2013.

[7] Rodolfo Usigli, “México en el teatro” en Teatro completo IV, FCE, México, 1996, p. 162. En esta, como en tantas otras afirmaciones de Usigli, habría sin embargo que tomar en cuenta el lugar que él mismo se reservaba como aquel que vendría a completar la tarea.

[8] El Boletín Teatral publicado por algunos miembros de este grupo contiene una buena cantidad de reflexiones sobre el valor y el ejercicio de la crítica.

[9] Antonio Magaña Esquivel, Imagen y realidad del teatro en México (1533-1960), Escenología/CONACULTA-INBA, México, 2000, p. 328.

[10] Carlos Solórzano, en Testimonios teatrales de México, UNAM, México, 1973, pp. 11-12.

[11] “Introducción”, en Jorge Ibargüengoitia, El libro de oro del teatro mexicano, El Milagro/IMSS, México, 1999, p 19.

[12] Ibid. p. 174.